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Cuando a los seis añitos se
preparaba para hacer la primera comunión, ya recitaba sin equivocarse los siete
pecados capitales llamados mortales, o al revés, ¡qué más da!
Se le quedó bien grabada la
lección: hay que librarse de cometer esos pecados so pena de castigo eterno en
forma de fuego infernal. Siempre se esforzó en cumplir ese precepto influida
por aquel ejemplo del joven angelical que pecó una noche (nadie le explicó en
qué había consistido el pecado) y como castigo murió esa misma noche sin tiempo
a confesar.
El pecado que más le costaba evitar era el de la gula. ¡Es tan
fantástico comer y si es dulce mejor! Pero siempre lo había superado. Aquel día
se dejó llevar por una torrijita que decía ¡cómeme! Pensó: con lo mal que está
el mundo y con la edad, seguro que Dios se ha hecho más comprensivo. Se sentó,
la contempló y empezó a saborearla con gran fruición... Con el último bocadito,
se atragantó y……¡No tuvo tiempo de confesar!
(Este cuentecillo formará parte de un
grupo sobre los pecados capitales.
¿A nadie se le ocurre un breve
comentario?
Siempre he pensado que los pecados capitales más que hacer daño al prójimo le hacen daño a uno mismo, pero como las drogas un daño que cuesta verlo aparecer. A veces, demasiado...
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