LOS TRES CERDITOS
Principio del placer
versus principio de la realidad
En “Psicoanálisis de
los cuentos de hadas” leo que el cuento de “LOS TRES CERDITOS”
contiene el mismo tema que el mito de Hércules. O sea, elección entre el
principio del placer y el principio de la realidad.
Dice el autor que enseña
al niño que no debemos ser perezosos ni tomarnos las cosas a la ligera. También
insiste en las ventajas que comporta el crecimiento pues al tercer cerdito que
es el más listo lo pintan como el mayor y más grande. Este crecimiento tiene un
sentido en cierto modo metafórico.
Las casas que
construyen los cerditos son símbolos del progreso de la historia del hombre.
Choza sin estabilidad, casa de madera, sólida casa de ladrillos.
Por otro lado, los
dos pequeños viven de acuerdo con el principio del placer. Hacen la casita sin
cuidado porque prefieren jugar; el segundo empieza mejor, pero acaba a toda
prisa, también quiere jugar o descansar. Buscan la gratificación inmediata sin
pensar en el futuro, en los peligros que implica la realdad.
El mayor, sin
embargo, ha aprendido a comportarse según el principio de la realidad.
El lobo destructor y
salvaje representa las fuerzas sociales, inconscientes y devoradoras contra las
que tenemos que aprender a protegernos.
¿Cómo podríamos aplicar esto a la situación actual?
Veámoslo.
Sin duda a
casi todos nos leyeron o contaron el cuento de los tres cerditos. Y tal y como
nos lo contaron, lo contamos nosotros y así generación tras generación. Con ese
cuento se nos quería trasmitir un mensaje que parece no captamos.
Una y otra vez
empezamos la casa por el tejado, o la construimos con materiales débiles. Una y
otra vez preferimos los resultados rápidos y brillantes a la laboriosidad. (Como
los cerditos menores) Y es que adoramos la brillantez, nos subyuga el individuo
brillante, ese que parece que no necesita pensar para acertar y no nos damos
cuenta de, siempre con contadas y honrosísimas excepciones, en la mayoría de
los casos se trata de fuegos fatuos.
Además, como
somos humanos, a todos nos tienta el deseo de brillar aunque solo sea una vez
y, con cierta frecuencia, seríamos merecedores del quevedesco “Sol os llamó mi
lengua pecadora…”
Mas no es esto
lo peor, sino que ese afán se contagia
a los seres en formación que nos rodean, los que deberían poder aprender de
nosotros; incluso se ven inducidos a perseguir ese afán y los estropeamos
porque, como quizá diría Moratín (perdóneme D. Leandro el atrevimiento) los
juzgamos brillantes luego que los vemos instruidos en el arte de repetir antes
que en el de pensar y razonar.
La verdad es
que cuando oigo el calificativo de brillante o excelente como se dice hoy, un
escalofrío me recorre el cuerpo, porque ya sé, que antes o después se hablará,
con cierto aire de conmiseración, de su contrario, ese pobre ser humano que no
es brillante (a veces se dice inteligente aunque no siempre sea lo mismo), pero
es trabajador. Es decir que el pobre infeliz a quien dios o el diablo no le dio
la capacidad de brillar le dio las ganas de trabajar. Y eso, creo,
para la formación de un adolescente puede ser nefasto. Cuantos que empezaron
sus estudios bastante bien se fueron estropeando a causa de ese creer que eran
superiores, solo por tener una buena memoria o ser rápidos en aprender (o
retener o repetir).
Hoy, parece
que en vez de paliar esos problemillas se agudizan y se puede estar llegando al
“cuanto menos haga mejor”. O se brilla sin esfuerzo o se vive apagado, pero sin
dar un palo al agua, coloquialmente hablando.
Después de todo y bien mirado si “al brilla un
relámpago nacemos y aún dura su fulgor cuando morimos…” ¿Para qué tales ansias
por brillar? Me quedo con el trabajo que es muy sano, aunque se nos haya
inculcado la idea de que es un castigo divino. ¡Cuántos luchan y hasta lloran
hoy por un trabajo!
No agrego ejemplos muy actuales y hasta sangrantes
porque podría herir susceptibilidades. Que cada cual reflexione sobre el asunto
y extraiga sus propias consecuencias.
Tal vez no estéis de acuerdo. Es lo que pienso. Gracias por leerme.